Ni un día hemos dejado de escribir a partir de nuestra mocedad. Si se acumularan las cuartillas, formarían una alta garita de papel de variados matices, actualidad perecedera, hojas sueltas al aire, resortes de un espíritu indagador escudriñando respuestas a los misterios del vivir. Vano intento.
De esos cientos de folios, tal vez dos docena soporten el paso de la época en que les ha tocado cohabitar, al ser la mayoría alegatos de un hecho puntual que ha dejado ahogos y hastío.
En el presente, al ver a esta tierra venezolana – antaño rebosante de voluntades primorosas – desmoronarse, recordamos uno de esos agoreros sucesos que ha sido el iceberg por el que han penetrado todos los lodos que nos cercan, tras haber dejado un país entre la aflicción y el desespero.
En todo golpe militarista, los civiles terminan siendo comparsas de un enterramiento donde van a pudrirse las constituciones democráticas.
A los pocos meses del frustrado intento de tomar Miraflores por la fuerza, el 4 de febrero de 1992, garrapateamos un capítulo de un libro titulado “Golpes de Estado y Magnicidios en la Historia de Venezuela”, al alimón con Carlos Capriles Ayala.
Vistas hoy esas páginas a dos décadas y media, representan, más que un análisis, el testimonio de un hecho bufón, sangrante y cicatero en la larga tragedia de la nación.
Todo hecho castrense vil posee raíces soterradas. Unas son endógenas, nacidas en la propia institución militar; otras exogenas, generadas fuera del Ejército, dentro de grupos civiles. En cierto momento las dos se unen y nace la acción traidora al completo.
En el suceso acontecido hace 27 años, se llegó a esa situación al desplomarse las estructuras políticas y sociales bajo las botas marciales. Ojalá pudieran haberse disipados esos males a tiempo, ya que siempre, en esas angustias, es muchísimo peor el remedio que la enfermedad.
El asalto al Estado, su espíritu y sociología, son el punto desde el cual se intenta justificar la toma del poder.
Toda primera proclama de los golpistas hablaba de que, una vez “establecido el orden amenazado”, las fuerzas devolverían el gobierno a los civiles… “en el momento oportuno”… que jamás llega.
No hace falta ser el Oráculo de Delfos para adivinar que el ambiente en el país está al borde de una explosión sangrante. Eso se palpa, se siente. Es más, si se produjera, la sangría, manaría a cántaros. Hay mucho resentimiento acumulado.
En medio de tanta anarquía, la salida es una sola: las urnas con la revisión internacional de las papeletas.
La sufrida y hundida sociedad civil se enfrenta a una estructura Gobierno –Estado castrense, en la que los hechos y sus peligrosas circunstancias se mueven a la voluntad de solo hombre, al no existir el tabique de la separación de poderes que pudiera contener tanto desafuero.
Ya no hay Venezuela, solamente existe una sociedad apagada hasta el cansancio y profundamente desolada. Haría falta sobre estos pavorosos relámpagos un Pedro María Montantes, el admirado “Pío Gil”, que nos ayudara a salir de tanta desmoralización que nos sofoca.